Editorial

 

Enero: Comienzo de 1.998

Es forzoso que en nuestra primera comunicación de 1998 dirijamos por un momento la mirada, cien años atrás, hacia el «año del desastre», 1898, el año en que España pierde, derrotada por Estados Unidos en la que este país llamó «pequeña y espléndida guerra», sus últimas colonias de América y del Pacífico.

Este hecho, como tal, carece realmente de interés, aparte del histórico. Parece que los únicos que realmente perdieron algo con aquello fueron las oligarquías económicas que allí hacían presa.

El simbolismo de este año de 1898 proviene, sobre todo, del hecho de que representa el comienzo de una nueva conciencia de España, como reacción a la larga y progresiva decadencia histórica, faltando a los españoles, dice Laín Entralgo, conciencia de un posible destino histórico (...). Y la misma deficiencia no era tan nefasta como la alegre y chabacana ligereza con que se la desconocía.

El «desastre» fue, eso sí, un revulsivo doloroso para algunas exiguas minorías de españoles que sí se tomaban en serio el serlo, sin necesidad de caer en un «entendimiento nacionalista del patriotismo». Así como también creían que la solución al retraso histórico y a la postración del pueblo español, «sin pulso», era la europeización de España hecha con claves españolas. Eran ellos, por un lado, los regeneracionistas, como Lucas Mallada y, sobre todo, Joaquín Costa, que reclamaban la reforma de las estructuras sociales, económicas y educativas de España, es decir su modernización radical, impuesta radicalmente si fuese preciso; y por otro lado, los hombres del «Noventayocho», todos ellos escritores —Unamuno, Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Antonio Machado, Ganivet, Maeztu— que se esfuerzan por entender a los españoles y las causas de su decadencia como nación y como pueblo.

De ellos ha llegado hasta nosotros, con resonancias gratas y muy familiares, el eco de su gran lección de patriotismo vivo, sobrio y elegante: el amor crítico a España, el entusiasmo dolorido hacia una España fea, injusta y destartalada, a la que se ama, precisamente por eso, con voluntad de perfección.

Pero existe, además, en su mensaje otra gran lección, de extrema oportunidad en nuestro tiempo: la fidelidad a lo español, que para aquella generación de hombres no era virtud, sino una saludable y natural necesidad. ¿Qué otra cosa puede ser genuinamente un español, sino español?. Respetando la necesaria comunidad de los pueblos, como proclama con acierto la Promesa de la Organización Juvenil Española, cualquier intento de ser «otro» es el mejor camino para llegar a ser «nadie» o, como mucho, caricatura de ese «otro». La necesaria comunidad de los pueblos no debe confundirse con la mansedumbre de los débiles, sino ejercerse con la generosidad y la alegría de los fuertes, de igual a igual, con intercambio de valores. Lo lógico es que a un español le «guste ser español». Lo lógico es que todo hombre, como todo pueblo, desee y le plazca poseer rasgos diferenciales, personalizadores, distintivos, que le permitan reconocerse frente a los demás hombres o pueblos. Lo lógico es desear con intensidad llegar a ser quien se es para cumplir —y desear cumplir— lo que, en todo el Universo, sólo a ese hombre o a ese pueblo le corresponde hacer.

Cuando se oye a algunos sujetos declararse «habitantes del mundo», «ciudadanos de la aldea global», «vamos a llevarnos bien y a ser solidarios...», etc. mucho nos tememos que lo que les pasa es, o bien que quieren principalmente huir a la responsabilidad y al trabajo de ser distintos, o bien que la comunidad a la que pertenecen no es una nación, sino un «país», lo que resulta bastante anodino, además de peligroso.

 

Actualizado
05 / 03 / 98

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